Te contamos la historia de Milena Quaglini, la asesina serial de pedófilos y violadores

Detalles escabrosos. Milena Quaglini, fue conocida en su momento como la viuda negra italiana por haber tomado venganza por mano propia contra tres hombres que le arruinaron la vida.

Mundo 24 de julio de 2023 LUJAN365 LUJAN365
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Una noche Mario, el marido de Milena, la volvió a abofetear y a insultar. Se había convertido en algo habitual desde que contrajeron matrimonio seis años atrás. El hombre desahogaba su rabia golpeando el cuerpo de su mujer y, ella aguantaba pesarosa cada impacto.

Sin embargo, algo hizo en Milena esa madrugada, que cambiara de de actitud y, aprovechando que su esposo se quedó dormido, le ató las manos, los pies y el cuello con una cuerda y comenzó a golpearlo con un objeto de madera. Una vez muerto, arrastró el cadáver hasta el balcón, lo cubrió y llamó a los Carabinieri. “¿Policía? Maté a mi esposo”, confesó con voz temblorosa.

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No fue el único asesinato que cometió esta víctima de malos tratos. Con cada crimen, Milena Quaglini se transformó en una especie de justiciera de pedófilos y violadores. Una de las pocas asesinas en serie que tiñen la crónica negra de Italia.

Bajo el yugo
Procedente de una familia aparentemente “normal” –como reseñaron sus vecinos-, Milena nació en 1957 en la localidad italiana de Mezzanino, en la provincia de Pavía. Pero su infancia no fue tal y como la describían sus allegados. Bajo el yugo de un padre dictador y maltratador, la niña creció en un hogar donde las patadas, las bofetadas y los insultos eran de lo más habitual. Una infancia marcada por la violencia de un patriarca autoritario que llevó a Milena a poner tierra de por medio en cuanto tuvo la menor ocasión.

Tras graduarse en contabilidad, Milena conoció a Enrico, un hombre divorciado diez años mayor que ella, con quien se casó y tuvo su primer hijo, Dario. La muerte repentina del marido a causa de una diabetes, sumió a la joven en una profunda depresión.

Pese a quedarse viuda y sola con su pequeño, Milena no quiso regresar al hogar familiar para así evitar que su hijo creciese en un entorno hostil. Al tiempo que encontró un nuevo trabajo en un centro comercial, también volvió a enamorarse. Era Mario Fogli, separado y diez años mayor que ella. La relación parecía ir viento en popa, pero el segundo embarazo de Milena en 1992, llevó al límite al nuevo cónyuge.

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Mario comenzó a comportarse de forma brusca y agresiva, a gritarle, golpearla y perder la paciencia por cualquier tontería, mientras Milena empezó a sumirse en el alcohol para evadirse.

Con el nacimiento de una nueva hija (la segunda para Mario), la situación se volvió aún más dramática. Las peleas eran constantes, Mario estaba cada vez más iracundo, no lograba tener un trabajo fijo y se acumulaban las deudas. Entonces, Milena decidió buscar un empleo mejor. Lo encontró como cuidadora de un señor de 80 años, Giusto Dalla Pozza. Tal fue la confianza que le transmitió la mujer al anciano que este le hizo un préstamo de cuatro millones de liras (unos dos mil euros). Pero detrás de aquella buena acción, había gato encerrado.

Un día, el hombre se mostró muy enfadado con Milena porque todavía no le había devuelto el dinero. Ella intentó tranquilizarlo, pero Giusto la agarró del brazo, la empujó sobre la cama e intentó violarla. La mujer trató de quitárselo de encima agarrando una lámpara y estampándosela en la cabeza. El anciano se desmayó y murió. Milena huyó despavorida.

Horas más tardes y ya más calmada, la hasta ahora víctima regresó a la escena del crimen para urdir un plan que la eximiera del delito. Llamó a la Policía y les contó que al entrar halló a Giusto tirado en el suelo sobre un gran charco de sangre. Las explicaciones de Milena apuntaban a que el hombre había sido objeto de un ataque o de un robo, así que los investigadores la dejaron marchar. En ningún momento sospecharon de ella.

Encararse a su agresor hizo que Milena también sacase fuerzas para enfrentarse a su marido. No había día que Mario no le pusiese una mano encima. Hasta la noche del 1 de agosto de 1999. Aquella madrugada, la mujer, harta del maltrato continuo, decidió vengarse.

La venganza
Después de una fuerte discusión donde, de nuevo, volaron los escarnios  los tortazos y los insultos, Mario se quedó dormido. Milena esperó pacientemente a que él cayera en el letargo, quería quitárselo de en medio.

Entonces, tomó una soga y se la colocó en pies y manos, también alrededor del cuello. Al tirar fuertemente de la garganta, él se despertó e intentó zafarse, pero ella le pegó con un objeto de madera en la cabeza. Para cerciorarse de que moría, apretó la cuerda hasta asfixiarlo.

Para evitar que sus hijos encontrasen el cuerpo, lo arrastró al balcón y lo cubrió con bolsas de plástico. No fue hasta la tarde del día siguiente cuando Milena llamó a la Policía. Desde la central escucharon una voz temblorosa que decía: “Maté a mi esposo”.

Varias patrullas de Carabinieri acudieron al domicilio familiar, en la localidad de Broni, y se encontraron con una mujer de 41 años completamente aturdida. Su intención no era asesinar a su marido, sino solo asustarlo. Aquello lo repitió hasta la saciedad durante el juicio, como también el infierno que había vivido a manos de Mario.

Finalmente, el tribunal de Voghera la condenó a 14 años prisión. Después de la sentencia, los abogados de Milena presentaron varios recursos. Apelaban a que la mujer tenía una enfermedad mental. Salió en libertad a los 6 años pero bajo la condición de arresto domiciliario. Jamás se arrepintió del crimen.

Una vez libre, Milena necesitaba rehacer su vida. Pidió ayuda a su madre, pero le dio la espalda. Después de varios años sobria, la mujer volvió a caer en la bebida, una adicción que jamás llegó a superar. Sola y ante el rechazo de sus vecinos, decidió compartir piso con un desconocido después de ver un anuncio en el diario. En el mensaje, Angelo Porello se describía como un hombre divorciado, de 53 años, en busca de pareja, convivencia y “luego ya veremos”.

La exconvicta encontró en este mensaje una buena solución para comenzar de nuevo. Le respondió y acudió al domicilio en Bascapè. El entendimiento entre ambos era bueno, hasta que Milena se enteró de que Angelo era un pederasta acusado por abusos sexuales a menores. Ahí empezó a distanciarse y él sacó a relucir su lado más violento.

Una nueva violación
Todo explotó cuando la noche del 5 de octubre de 1999, Angelo golpeó y violó a Milena en dos ocasiones. Tras la agresión sexual, la mujer se levantó y le ofreció un café. Esa era su particular venganza porque, minutos más tarde, el hombre cayó desmayado. Le había echado varios somníferos en la bebida.

Una vez inconsciente, Milena lo trasladó hasta el baño, lo metió en la bañadera y lo ahogó. Una vez muerto, la mujer lo escondió sobre una montaña de estiércol que había en el jardín y huyó. Veinte días más tarde, la Policía encontró el cadáver en un avanzado estado de descomposición.

Durante la investigación, los agentes registraron el domicilio en busca de cualquier prueba que los llevara al culpable. Localizaron varias cajas vacías de somníferos, cabello de mujer sobre la cama y las cartas que Milena escribió a la víctima respondiendo a su anuncio. Cuando los Carabinieri lograron dar con Milena, esta les confesó el asesinato con todo tipo de detalles.

Pero esta declaración del 23 de noviembre hizo recordar a los investigadores que la mujer ya había estado envuelta en dos muertes más. Por un lado, la de un anciano de ochenta años de la que jamás hubo prueba alguna en su contra; y por otro, el crimen de su marido por el que sí fue encarcelada. Ante unas evidencias tan claras, Milena terminó asumiendo la culpa de los tres homicidios.

“Cuando alguien reacciona mal, yo reacciono peor”, se justificaba Quaglini durante el juicio, como si su comportamiento se debiera a un trastorno mental. Así lo apuntaron sus abogados ante la audiencia y por eso el propio juez ordenó su evaluación psiquiátrica, quería dilucidar si era imputable o no.

Dos psiquiatras se encargaron de examinar a la acusada. El primero fue el doctor Mario Mantero, quien aseguró que Milena era incapaz de entender y querer, y que por ello, debía ser tratada en un centro y no castigada con pena de cárcel. El segundo informe llegó de la mano del profesor de psicopatología forense y criminología por la Universidad de Milán, Gianluigi Ponti, que diagnosticó un trastorno y, por tanto, su recuperación en un centro adecuado.

El 13 de octubre del 2000 y tras tener en cuenta ambas conclusiones, el magistrado de la corte de Milán condenó a Milena a seis años y ocho meses de prisión por la muerte de Mario. Cuatro meses más tarde, el juzgado de Padua la sentenció a un año y ocho meses por el asesinato del anciano. Según la sala, la mujer actuó en defensa propia.

En cuanto al asesinato de Angelo, la tercera víctima, se tuvo en consideración un tercer informe psiquiátrico elaborado por el profesor Maurizio Marasco. En él afirmaba que Milena era capaz de comprender las consecuencias de sus acciones, y que los tres delitos tenían “un denominador común: sexo, violencia y muerte”. Además, la mujer poseía “la urgente necesidad de vengarse de los males sufridos”, símbolo de la “venganza” que habría ejercido “contra su padre”. Y concluyó que esta “tríada” de asesinatos representaría “la figura criminológica del asesino en serie”.

Mientras el tribunal valoraba esta última evaluación, Milena permanecía en la prisión femenina de Vigevano dispuesta a realizar toda clase de actividades, como por ejemplo, pintura. Los terapeutas veían un cambio significativo en ella e, incluso, que podría recuperarse y hacer una vida normal.

Sin embargo, días antes de que Milena conociese el veredicto por el asesinato de Angelo, se quitó la vida. Ocurrió la madrugada del 16 de octubre de 2001 cuando la mujer tomó una de las sábanas de su cama, la cortó en tiras y utilizando una de ellas, se ató un extremo alrededor del cuello y el otro a un armario. Dejó caer su cuerpo y se ahorcó. Cuando los funcionarios acudieron a la celda a la mañana siguiente, encontraron una nota que decía: “No puedo soportarlo más, perdóname, mamá”.

Por Mónica G. Álvarez, La Vanguardia

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